ALTOS PASTOS VERDES
EL JARDÍN Charlie Tique
ALTOS PASTOS VERDES
Extrañé dos condiciones,-mientras observé el estrepitoso aguacero del
día anterior-, la brizna y la neblina de las madrugadas.
De niño solía quejarme porque me dolían las orejas pero aún así
soportaba su congelamiento porque amaba robarle horas a la madrugada para
caminar durante cuarenta minutos hasta llegar al colegio. Todo con tal de hacer
algo de deporte.
Las nuevas generaciones no conocen ese frío. Esta ciudad era fría. Los
altos pastos de aquellas reservas a las que decidieron llamar potreros hacían que
esta ciudad fuera fría y sus tardes frescas.
Los días que decidía tomar la ruta seiscientos siete, que
religiosamente pasaba a las seis quince de la mañana, una diminuta mujer
de pelo corto, jeans y tenis impecables, dejaba el bus dando rebotes de
felicidad haciéndose aún más pequeñita mientras avanzaba por la calle que
separaba al potrero de las casas del barrio. El bus continuaba su recorrido y
así no supe nunca hasta dónde llegaba ella. Yo sonreía, los pasajeros nos
frotábamos las manos y continuábamos felices pero ya no están.
Esos altos pastos verdes que albergaban, tal vez, ranas, sapos,
lagartijas, aves, y cientos de insectos que laboraban constantemente para
conservar el equilibrio fueron aplastados por sendos apartamentos que incluso
se hacen impagables; por imponentes centros comerciales donde antes rumiaban
hermosas vaquitas que hoy son prohibidas. Ver una de ellas resulta un evento exótico.
Si se nos hubieran promovido aquellos nobles espacios verdes como se nos invita
hoy a un nuevo centro comercial, esos potreros, tal vez, aún convivirían entre
nosotros y no estuviera yo extrañando una leve llovizna que acaricie el día. Pero nos dijeron que eran peligrosos.
El sol ya se ha pasado de bacano. Ese mismo por el que las
chicas de las nuevas generaciones pueden lucir sus hombros, como las de cálidas
tierras, ya está pasando factura y se hace inclemente. El aguacero de ayer dejó
un montón de naturaleza muerta en el piso que me propuse recoger.
El arreglo del jardín me supuso atender primero a mi matita de los
chispazos amarillos, atestada de sus propios despojos. Le dije que la
íbamos a limpiar y que solo sacaría lo que tuviera que salir. Yo no iba a
herirla intentando arrancar una hojita que no estuviera muerta. La acaricié
repitiéndole que solo iba a sacar lo que tuviera que salir y así fue. Un poco
más relajada quedó y me pareció que había vuelto a ser bella. Agradecí a los
despojos y me disculpé con ellos porque se iban sin conocerlos.
Antes de despedirlos en el lugar de los deshechos un pensamiento me
aterró.
Que bien hace recordar lo que siempre tuvo que existir
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